domingo, 28 de julio de 2013

El castillo

Adicto a tus mails, detective de tus gustos, espía de tu forma de ser, curioso de tu día a día, psicólogo de mi estado de ánimo, ilusionado de ti... cocinero, fontanero, pintor, senderista...

Inspiración serena, motivación pacífica, pasión amorosa, ilusión perenne, esperanza soñada, caracter indomable... 

Nunca, al menos que yo recuerde, en la edad adulta (despúes de los 12-13 años), le llegué a decir a mi padre lo que lo quería, hasta que ya fue tarde. Ignoro si en ese instante en el que el alma abandona el cuerpo es capaz de observarnos y contemplar desde más arriba lo que sucede, escuchar lo que le decimos. 
A pesar de las noches en vela, custodio de su descanso, temeroso de las horas venideras, de las conversaciones intranscendentes, en ningún momento reuní el valor para expresarle en voz alta, lo que era evidente que ambos sabíamos, no solo que nos queríamos, a pesar de nuestros roces y del enorme respeto que le tenía, rallando en ocasiones el temor, infundado e ilusiorio por mi parte, pero era así, sino también sobre cual sería el desenlace de su enfermedad. Cobardía, falsas ilusiones en que se recuperara, temor... falsa idea de que lo mejor era no hablarlo abiertamente, creyendo que el silencio haría de lo inevitable algo evitable.

Llegué tarde y lo único que pude decir mientras lo abrazaba, por encima del dolor, venciendo la vergüenza que durante años me lo había impedido, fue que le quería. Una obviedad entre un padre y su hijo, pero, ¿cuántas veces damos por obvias las cosas y no las decimos o comentamos? Ejemplo de miedos absurdos, que se quedan clavados en el corazón para siempre.

No es difícil, querer a alguien también implica decírselo, no basta con darlo por hecho, hay que vencer los miedos, las vergüenzas, en ocasiones ir contra lo que digan los demás o puedan pensar... Sí, te quiero.

A pesar de esa experiencia, tardé en asumirlo, en interiorizar que los sentimientos no deben encerrarse bajo siete candados, que no se deben dar por obvias muchas cosas, que la vergüenza o el miedo al que dirán no importan cuando quieres a alguien, pues la sensación liberadora que experimentas lo compensa con creces.

Tuvo que ser mi paternidad la que desató en mi esa necesidad de escuchar a mi corazón, usando la cabeza, sí, pero sometiendo a ambos a una lucha titánica cuando hay que tomar algunas decisiones, corazón y cabeza, sentimientos y razón, ¿a quién hacer caso?

La razón querrá imponerse, nuestro sentido común nos lo aconsejaría, nuestros familiares y amigos lo verían "razonable". Parece lógico creer que lo que nuestra cabeza decide, nuestro corazón lo asumirá sin rechistar, sin sufrir, y estamos equivocados. Decidir con la cabeza en contra de lo que sentimos, será un proceso doloroso, y como toda decisión, supondrá unos pros y unos contras.

A mi me puede el corazón, me es más fácil convencerme de que hice lo correcto cuando la decisión ha sido tomada con el corazón en la mano, mi planteamiento mental, lógico, asume que cuando pones el corazón, podrá salir mejor o peor, pero no conllevará lamentaciones. Si eligiese con la cabeza supondría una duda constante a lo largo de mi vida... si hubiese hecho aquello que me apetecía, o que sentía que tenía que hacer, si hubiese confiado en ese sentido extra, si hubiese sido valiente, si hubiese omitido la vergüenza, si hubiese pensado menos... hoy no me lamentaría por llegar tarde a decirle a mi padre lo que significaba para mi.

Y aquí me hayo yo, expresando estas intimidades, liberándome. Usando mi corazón para llegar al tuyo, para derribar las piedras de ese castillo en el que te encuentras, protegida por foso, murallas, dragones, y un séquito de soldados bien armados... y la razón me diría que diera la vuelta, que huyese, que hay más reinos que descubrir... pero no puedo, algo me empuja hacia adelante, aunque sea un suicidio, pero no puedo ir en su contra, he de hacerlo, y si caigo al foso, nadaré hasta la orilla; si caigo mientras subo las murallas, volveré a intentarlo; si el dragón quiere imponer su tamaño y su fuerza, buscaré vencerlo con sigilo e inteligencia; y si hay soldados custodiándote, los sortearé e intentaré llegar hasta tu presencia.
Y si no lo logro, al menos podré decir que puse mi corazón en ello. Lo prefiero a vivir convenciéndome a diario que actué con la cabeza, que me ahorré caer al foso o de la muralla, que evité enfrentarme al dragón y a los soldados... pero que por ello no llegué a ti.

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